Lecturas sugeridas: Cartas - Libro VII de Plinio el Joven

Gayo Plinio a Licinio Sura

Nuestro tiempo libre nos proporciona la ocasión, a mí de aprender, y a ti de enseñarme. Así, pues, me agradaría muchísimo saber, si tú crees que existen los fantasmas y si tienen figura propia y alguna fuerza sobrenatural o si, por el contrario, no tienen consistencia ni realidad y adquieren una apariencia a partir de nuestro temor. Yo estoy obligado en principio a creer que ellos existen, por lo que he oído que le ha sucedido a Curcio Rufo[607]. Cuando todavía era hombre de poco relieve y casi desconocido, había formado parte del séquito del procónsul de la provincia de África. Al atardecer de un día, en el que paseaba por el pórtico de su casa, se le apareció una figura de mujer de una altura y de una hermosura sobrehumana. Ante su temor le anunció que ella era el espíritu de África y que venía a predecirle el futuro: él regresaría a Roma, donde desempeñaría importantes cargos públicos, y luego, investido con la suprema autoridad, volvería a la misma provincia, donde encontraría la muerte. Todas las predicciones resultaron ciertas. Además, se cuenta que, al llegar a Cartago y bajar de la nave, la misma figura le salió al encuentro en la orilla. Ciertamente, habiendo caído enfermo, pronosticaba el futuro por el pasado, y la adversidad por sus éxitos previos, y abandonó la esperanza de recuperarse, aunque ninguno de los suyos la había perdido. Ahora considera si no es más terrible y no menos asombroso el relato que te voy a exponer según me lo contaron. Había en Atenas una casa grande y espaciosa, pero de mala fama y peligrosa para vivir en ella. En medio del silencio de la noche se oía el sonido del hierro y, si escuchabas más atentamente, el ruido de cadenas, primero lejos, luego más cerca; después aparecía un espectro, un anciano extenuado por la delgadez y la suciedad, con una larga barba y cabellos hirsutos, que llevaba grilletes en las piernas y cadenas en las manos, que movía al caminar. Por ello los ocupantes pasaban en vela a causa del miedo unas noches terribles y siniestras; la falta de sueño conducía a la enfermedad y, al crecer el miedo, a la muerte, pues, incluso durante el día, aunque el espectro se había marchado, su imagen permanecía clavada en sus pupilas y el temor permanecía más tiempo que las causas de ese temor. Por ello la casa quedó desierta, condenada a la soledad y abandonada por entero al espectro; sin embargo fue puesta en venta, por si alguien que no tuviese conocimiento de tal maldición quisiese comprarla o alquilarla. Llegó a Atenas el filósofo Atenodoro, leyó el anuncio y, cuando escuchó el precio, como la baja cantidad le parecía sospechosa, pregunta y se entera de toda la verdad, pero a pesar de ello, mejor diría, precisamente por ello, alquila la casa. Cuando empezó a oscurecer, ordena que le sea preparado un lecho en la parte delantera de la casa, pide unas tablillas, un estilete y una lámpara, y envía a sus sirvientes al fondo de la casa; él mismo se concentra por completo —mente, ojos y manos, en escribir—, para que su mente, al no estar desocupada, no oyese falsos ruidos, ni se inventase vanos temores. Al principio, como siempre, el silencio de la noche; después, los golpes sobre hierro y el arrastrar de cadenas. Él ni levantaba los ojos, ni dejaba de escribir, sino que se concentraba aún más en el trabajo y en mantener sus oídos sordos. Entonces, el estruendo continuaba creciendo, se aproximaba y se oía como si ya estuviese en el umbral, como si ya estuviese dentro de la habitación. Levanta la vista, mira y reconoce el espectro que le habían descrito. Allí estaba de pie y hacía señas con un dedo como si le llamase. Atenodoro, por su parte, le hace señas con la mano de que espere un poco y de nuevo se inclina sobre las tablillas y el estilete; el espectro mientras tanto hacía resonar sus cadenas por encima de la cabeza mientras escribía. De nuevo levantó la vista y vio que el espectro hacía el mismo signo que antes; no se detiene más tiempo, coge la lámpara y le sigue. Caminaba con paso lento, como si le pesasen las cadenas. Después que salió al patio de la casa, desvaneciéndose repentinamente abandonó a su acompañante. Una vez solo, éste arranca unas hierbas y hojas y las coloca en el lugar como una señal. Al día siguiente se dirige a los magistrados y les pide que ordenen realizar una excavación en aquel lugar. Se encontraron unos huesos, incrustados y mezclados con las cadenas, que el cuerpo putrefacto por la acción del tiempo y la humedad de la tierra había dejado desnudos y consumidos por los grilletes; los huesos fueron recogidos y se les dio una sepultura pública. En lo sucesivo, la casa se vio libre de los Manes, debidamente sepultados. Ciertamente tengo fe en los que afirman estos hechos; por mi parte, yo puedo añadir a estos relatos otro más. Tengo un liberto que es hombre de cierta cultura. Cuando reposaba con su hermano menor en el mismo lecho, le pareció ver a alguien sentado en su lecho y que acercaba unas tijeras a su cabeza, y que incluso le cortaba algunos cabellos de la parte alta del cráneo. Cuando llegó el día, se encontró con la coronilla rapada y sus cabellos esparcidos por el suelo. Poco tiempo después otro hecho semejante confirmó el primero. Un joven esclavo estaba durmiendo junto con otros en el dormitorio a ellos reservado. Entraron por la ventana (así lo cuenta) vestidos con unas túnicas blancas dos hombres y cortaron los cabellos al muchacho mientras dormía, y se marcharon por donde habían venido. La luz del día mostró también a éste con el pelo cortado y los cabellos esparcidos alrededor. Ningún acontecimiento notable siguió a estos hechos, excepto el de que no fui llevado ante los tribunales, como habría ocurrido, si Domiciano, en cuyo reinado habían ocurrido estos fenómenos, hubiese vivido más tiempo. Pues, entre los papeles de su escritorio se encontró un libelo contra mí entregado al emperador por Caro; de lo que se puede conjeturar que, como los acusados tenían la costumbre de dejarse crecer el cabello, los cabellos cortados de mis esclavos habían sido una señal de que el peligro que me amenazaba se había alejado. Por ello, te ruego que apliques tu sabiduría a la solución de este enigma. Es una cuestión que merece que reflexiones sobre ella cuidadosamente y durante mucho tiempo; y yo tampoco me considero indigno de que me hagas partícipe de su sabiduría. Puedes también argumentar en un sentido y en otro, como acostumbras, aunque poniendo más énfasis en uno de ellos, para no despacharme en suspenso e inseguro, cuando la razón de pedirte tu opinión ha sido precisamente el deseo de salir de mis dudas. Adiós.
La Conquista de la Felicidad de Bertrand Russell

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